“…por la costumbre
que nos repite y nos confirma como un espejo…”
J. L B.
Quién podría definirnos mejor que la costumbre: los actos, gestos y manías; reacciones, omisiones y respuestas. Cada serie de
comportamientos y situaciones interactuando con sus constantes, y algunas
variables, en el marco de lo cotidiano; luego entonces, hago una breve
enumeración, sesgada y no menos gregaria, de lo que vivo, de lo que acontece
por mi entorno inmediato. Hago una suma, o quizás una glosa, de los hábitos y los
rituales que se instalan en el día a día, con quién convivo.
De las pinturas animadas, la primera en llegar
acompañando a la rutina con la primer gota del alba, es la del despertador con
su peculiar y prolongado, ¡ringgg!, poco después del cacareo de un gallo que
vive lejos de su entrañable y distante ambiente rural en esta jungla de
concreto e imecas. En esta imagen de Buñuel, un lejano pasado y el más moderno
presente coexisten, no compiten ni se complementan, tampoco se excluyen…
probablemente conviven.
Luego viene la danza de las cortinas en los
locales que se preparan para la vendimia del día: la leche para los niños; el
refresco de cola —uno de los proveedores más entusiasta para, y de diabéticos—;
los blanquillos, fieles dotadores de la proteína en la canasta básica de la
familia mexicana; la cerveza que no puede esperar al partido del domingo y es
la presa favorita del adolescente bachiller cuando se vuela las clases; el café
para el adulto, una de mis pocas adicciones; el bolillo para la torta o el pan
blanco para el sándwich; las fotocopias de última hora en el primer minuto de
la papelería, o las impresiones del trabajo para ganar unos puntos extras en la
evaluación bimestral.
Y pienso en todas estas nimias situaciones, mas
no triviales, mientras el agua tibia de las primeras noticias, enfría más de la
cuenta o adquiere más temperatura y el desayuno radial para la química cerebral,
o su anestesia, ya está hace un buen rato alimentando el músculo intelectual,
espiritual o evasivo del entretenimiento, según se vea porque también está
desde temprano el chismorreo que no puede faltar. La lectura de los diarios se
queda para los tiempos muertos, cuando la lectura es más viva aún, o para el
refrigerio en la oficina.
La muda, cuidadosamente seleccionada, del
domingo al miércoles durante cada noche debe estar lista para no perder tiempo
en las mañanas. Sin duda es más fácil seleccionar los jueves. A veces creo que
como cuando escolar, nos facilitaría ir uniformados a algunos trabajos, que
para encontrar la distinción en la masa trabajadora, están los fines de semana.
Después vienen los más de novecientos pasos para
abordar el transporte público, con los quince minutos preventivos que exigen
las lluvias del horario veraniego; los buenos días a todos los vecinos que me
topo en el camino y la felicidad clandestina de un azaroso saludo, a quien
curiosamente busco y no aparece, y aparece sin quererlo cuando no lo busco.
Los tamales y el atole, la dieta ofertada por la
Doña —las Doñas— en la esquina de mi calle y en las varias esquinas más los
nuestros barrios de nuestra ciudad. Un botón de muestra del espíritu que tiene nuestra
gente que no se rinde ante la jodida economía y genera sus ingresos en una
economía alternativa, que supongo los académicos han bautizado como informal y
a la cual no han encontrado los políticos en turno y sus tecnócratas, todavía la
forma de clavarle el diente —los impuestos—.
La coloquial neurosis circulando por la caótica
ciudad en cientos de volantes por cada eje vial, avenida, circuito o
distribuidor principal, y desde luego, en todo medio de transporte colectivo.
Una vez sorteada cualquier contingencia: el
trabajo y el obligatorio ritual del beso volado en la mejilla a las compañeras
del jale, como dice mi compadre (palabra de su herencia en los años del sueño
americano). El ordenador que espera a ser desbloqueado para el baile del
teclado, la fruta picada antes del medio día: papaya, manzana, uvas, guayaba o
melón, porque si se trata de plátano, no debe faltar la crema.
Espero la hora designada a la comida, a veces
con impaciencia, para salir y hacer rendir cada segundo. La hora de cada día
nos debe alcanzar para tratar los asuntos personales en días hábiles y para la lectura
indispensable del whatsapp, Facebook y twitter mientras se come aprisa, sin
olvidar, la caminata apurada o pausada, si se ha planeado bien el itinerario de
esos sesenta minutos.
Así se va agotando minuto a minuto cada día,
cada tarde, cada tarjeta semanal en el reloj checador hasta que llega la
novedad del fin de semana para interrumpir la rutina con algo que mantenga el
sentido de lo rutinario en el margen de lo cotidiano, en los límites de la
cordura, con su cuota de sorpresa que nos permite caminar sobre los ríos sin
sucumbir a su corriente y desembocar en el mar una vez más: con escafandra o
sin ella, con personalidad múltiple o perfectamente definida, con algo de esquizofrenia
o bipolaridad exógena, padecimientos, cual sea, que se curan con una mirada que
tiene nombre, con una palabra que tiene magia o una caricia que otorga vida.
Cada cosa atada a nuestros pasos y a nuestros
gestos, cada instante adherido a nuestros poros palpitando dentro de cada vena,
cada detalle, cada verso, cada niña quemando el tiempo conquista un espacio que
nos narra, nos descubre y nos reinventa para acometer nuevamente el ritual de
la monotonía y la sorpresa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario