miércoles, 12 de julio de 2023

Canto de lo cotidiano







“…por la costumbre
que nos repite y nos confirma como un espejo…”
J. L B.

Quién podría definirnos mejor que la costumbre: los actos, gestos y manías; reacciones, omisiones y respuestas. Cada serie de comportamientos y situaciones interactuando con sus constantes, y algunas variables, en el marco de lo cotidiano; luego entonces, hago una breve enumeración, sesgada y no menos gregaria, de lo que vivo, de lo que acontece por mi entorno inmediato. Hago una suma, o quizás una glosa, de los hábitos y los rituales que se instalan en el día a día, con quién convivo.

De las pinturas animadas, la primera en llegar acompañando a la rutina con la primer gota del alba, es la del despertador con su peculiar y prolongado, ¡ringgg!, poco después del cacareo de un gallo que vive lejos de su entrañable y distante ambiente rural en esta jungla de concreto e imecas. En esta imagen de Buñuel, un lejano pasado y el más moderno presente coexisten, no compiten ni se complementan, tampoco se excluyen… probablemente conviven.

Luego viene la danza de las cortinas en los locales que se preparan para la vendimia del día: la leche para los niños; el refresco de cola —uno de los proveedores más entusiasta para, y de diabéticos—; los blanquillos, fieles dotadores de la proteína en la canasta básica de la familia mexicana; la cerveza que no puede esperar al partido del domingo y es la presa favorita del adolescente bachiller cuando se vuela las clases; el café para el adulto, una de mis pocas adicciones; el bolillo para la torta o el pan blanco para el sándwich; las fotocopias de última hora en el primer minuto de la papelería, o las impresiones del trabajo para ganar unos puntos extras en la evaluación bimestral.

Y pienso en todas estas nimias situaciones, mas no triviales, mientras el agua tibia de las primeras noticias, enfría más de la cuenta o adquiere más temperatura y el desayuno radial para la química cerebral, o su anestesia, ya está hace un buen rato alimentando el músculo intelectual, espiritual o evasivo del entretenimiento, según se vea porque también está desde temprano el chismorreo que no puede faltar. La lectura de los diarios se queda para los tiempos muertos, cuando la lectura es más viva aún, o para el refrigerio en la oficina.

La muda, cuidadosamente seleccionada, del domingo al miércoles durante cada noche debe estar lista para no perder tiempo en las mañanas. Sin duda es más fácil seleccionar los jueves. A veces creo que como cuando escolar, nos facilitaría ir uniformados a algunos trabajos, que para encontrar la distinción en la masa trabajadora, están los fines de semana.

Después vienen los más de novecientos pasos para abordar el transporte público, con los quince minutos preventivos que exigen las lluvias del horario veraniego; los buenos días a todos los vecinos que me topo en el camino y la felicidad clandestina de un azaroso saludo, a quien curiosamente busco y no aparece, y aparece sin quererlo cuando no lo busco.

Los tamales y el atole, la dieta ofertada por la Doña —las Doñas— en la esquina de mi calle y en las varias esquinas más los nuestros barrios de nuestra ciudad. Un botón de muestra del espíritu que tiene nuestra gente que no se rinde ante la jodida economía y genera sus ingresos en una economía alternativa, que supongo los académicos han bautizado como informal y a la cual no han encontrado los políticos en turno y sus tecnócratas, todavía la forma de clavarle el diente —los impuestos—.

La coloquial neurosis circulando por la caótica ciudad en cientos de volantes por cada eje vial, avenida, circuito o distribuidor principal, y desde luego, en todo medio de transporte colectivo.

Una vez sorteada cualquier contingencia: el trabajo y el obligatorio ritual del beso volado en la mejilla a las compañeras del jale, como dice mi compadre (palabra de su herencia en los años del sueño americano). El ordenador que espera a ser desbloqueado para el baile del teclado, la fruta picada antes del medio día: papaya, manzana, uvas, guayaba o melón, porque si se trata de plátano, no debe faltar la crema.

Espero la hora designada a la comida, a veces con impaciencia, para salir y hacer rendir cada segundo. La hora de cada día nos debe alcanzar para tratar los asuntos personales en días hábiles y para la lectura indispensable del whatsapp, Facebook y twitter mientras se come aprisa, sin olvidar, la caminata apurada o pausada, si se ha planeado bien el itinerario de esos sesenta minutos.

Así se va agotando minuto a minuto cada día, cada tarde, cada tarjeta semanal en el reloj checador hasta que llega la novedad del fin de semana para interrumpir la rutina con algo que mantenga el sentido de lo rutinario en el margen de lo cotidiano, en los límites de la cordura, con su cuota de sorpresa que nos permite caminar sobre los ríos sin sucumbir a su corriente y desembocar en el mar una vez más: con escafandra o sin ella, con personalidad múltiple o perfectamente definida, con algo de esquizofrenia o bipolaridad exógena, padecimientos, cual sea, que se curan con una mirada que tiene nombre, con una palabra que tiene magia o una caricia que otorga vida.


Cada cosa atada a nuestros pasos y a nuestros gestos, cada instante adherido a nuestros poros palpitando dentro de cada vena, cada detalle, cada verso, cada niña quemando el tiempo conquista un espacio que nos narra, nos descubre y nos reinventa para acometer nuevamente el ritual de la monotonía y la sorpresa.

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