Después que Pancho falleciera, un
colibrí se suspendía en afable vuelo cada mañana para picar en la ventana del
cuarto de Elena, despertándole.
Ella, apenas con algo de ánimos, se levantaba a
dialogar con la diminuta ave. Sus cotidianos encuentros terminaron por
familiarizarles. Cuando el colibrí inclinaba su cabecita hacia los lados como
despidiéndose, ella le sonreía un poco aliviada de su pena; sabía que su
amiguito regresaría al siguiente día para continuar conversando.
Este pequeño y
milagroso ritual se repitió cada mañana hasta el instante que Elena aceptó su
pérdida y observó como el colibrí dirigía su vuelo hacía el cielo, recordando
las palabras que alguna vez le dijera su muchacho: “Si me voy antes viejita... no te
preocupes ¡Veras! Voy a reencarnar en una ave y vendré a saludarte todas mañanas”
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